LANZARSE A SENTIR

Hace 13 años cuando tenía 23, visité Portugal con mi amiga Diane. Fuimos a Sintra, a Quinta da Regaleira, un complejo de palacios, jardines y pozos que hay allí.

Antes de los 25 y antes de que se despertara mi dimensión espiritual, como entonces lo hizo, tenía, de vez en cuando, alguna que otra Epifanía. 

En aquella ocasión, durante nuestra visita a aquel lugar, entré en un espacio de sensaciones que iba mucho más allá de lo que un espacio físico puede ofrecer. Aquel túnel en espiral que iba hacia abajo, la naturaleza con los bancos en los que sentarse y, especialmente, el despacho que había en la planta superior, se sentían cercanos y vibrantes. 

Leímos en la guía que la persona que construyó el palacio y que vivió allí era un filósofo, como un alquimista y que, aquella habitación, era en la cual el hombre se metía para pensar y filosofar. 

Me sentí muy identificada con el lugar, con el despacho en especial. Sentí mi lado de filósofa y mística vibrar. No puedo describir que fue exactamente lo que experimenté… pero supe que yo, de alguna manera, pertenecía a un despacho como ese. 

Acabó el viaje, volví al trabajo y solo tuvieron que pasar un par de años para tener una experiencia espiritual de una intensidad y magnitud suficiente para cambiar todos los grandes y diminutos aspectos de mi vida.

Comencé de cero.

Viví la dimensión espiritual de manera muy intensa. Bastantes años. 

Entré luego, en una dimensión más intelectual y filosófica. 

Me metí en el despacho.

Finalmente, entré en él. 

Empecé a desgranar conocimientos, a intentar ligar diferentes teorías, buscar la manera de hacer un croquis de ideas que pudieran explicarlo todo.

Hasta que un día, una consciencia más animal se reveló ante mi. Me hice, afortunadamente, consciente de mis necesidades más antiguas y vinculantes a este mundo de la forma y las relaciones. 

Desperté a mi saber instintivo y animal.

Era necesario. Llevaba muchos años, sino toda mi vida adulta viviendo desde la ignorancia, desde la híper espiritualidad o desde la híper intelectualidad.

Soy un ser humano. Soy un animal. Y tengo una historia que avala quien soy en este momento.

Empecé a leer sobre la historia de la vida en la tierra, conecté con nuestros orígenes. 

Y quise seguir intentando entender. Todo esto, todavía, desde el interior de mi despacho.

Mi animal, mi lado instintivo, no vive en un despacho.

Mi animal come, eructa, juega, se relaciona, ríe, se baña en el agua del río para sentir sus sensaciones, toca cosas con las manos, experimenta…

Y no lo hace dentro de un despacho y, mucho menos, a través de un libro.

En el mundo espiritual, según que rama de filosofía se siga, se denigra al mundo animal. Se dice que hay que huir de éste, que hay que elevarse más allá de él.

Sí, por eso creo yo que nos pusimos de pie y nos erguimos. Por eso creo yo que evolucionamos de la manera en que lo hicimos para crecer hacia arriba y aspirar hacia el sol, hacia una luz tan potente que hace que todo se mueva alrededor de ella.

Pero, para subir hacia un lugar, es necesario que exista una base. Y no solo una base, sino una raíz lo suficientemente profunda y arraigada que nos permita irnos lejos pero estando, a la vez, aquí. 

Esa raíz es nuestra historia como humanidad, como especie, como, incluso, materia. Es el saber de la naturaleza, es el pulsar de nuestro corazón, es la inteligencia de la vida, de lo que cambia, de lo que fluye, de lo que, NO NECESITA ser entendido sino experimentado.

Me siento afortunada de ver como aquel despacho en Sintra que una vez sentí como algo personal pero inaccesible, ha sido, finalmente, una realidad para mi durante tantos años. Me siento muy afortunada por haber creído en mi, haber honrado mi necesidad de investigar y saber, y haberme dado tantas horas para relacionarme con las ideas del inconsciente e ir hacia lo más profundo de nuestro saber interno.

Y me siento afortunada también, de estar empezando, finalmente, a escuchar esta llamada de lo salvaje.

No quiero, aunque sea por un tiempo, estar más de ciertas horas en el despacho.

Mi animal tiene frío, a veces calor. Mi animal quiere, a veces, comer unos alimentos y, en otras ocasiones, otros. Mi animal quiere interactuar con otros animales, tocarles la cara, probar diferentes gestos y sorprenderse con sus reacciones. Mi animal quiere salir a la jungla, aunque esta jungla sea ahora una ciudad de calles rectas en línea.

Mi animal no quiere saber como funciona todo, quiere sentirlo. 

Mi animal escribe este texto hoy pero sabe que un tiempo de vivir desde el instinto se acerca.

Y, lo más sorprendente, mi mente que lee todo esto que escribo, se alegra de que sea así.

La mente no es tan “racional” o “mental” como la pintamos, ella también siente. Y ella también se quiere nutrir de lo material, de lo concreto, de lo tosco y lo rudo de un planeta que tiene formas y colores y ofrece tal variedad de sensaciones.

Mi mente, que es también animal, se va a dejar cuidar y mimar durante un tiempo.

No más libros, o por lo menos, menos de ellos. No más pensar, o por lo menos, no tanto tiempo.

Quiero sentir. Y ella, mi mente, también lo quiere.

La experiencia como guía

Nos dicen que dejemos algo atrás cuando eso es algo, objetivamente, imposible. No hay nada que podamos dejar atrás pues aquello que hemos vivido pertenece al todo que somos nosotros. Pertenece a cada uno de nosotros.

Experiencias positivas, enriquecedoras. Experiencias destructivas, disruptivas. Todas ellas conforman aquello que somos hoy.

Por eso, dejar atrás, solo implica, ignorar. La expresión “dejar atrás” nos lleva a negar una realidad.

No dejamos nada atrás, lo dejamos todo adentro. Todo bien adentro de nosotros. Germinando, creciendo, manifestándose, haciéndose plural en nuestro interior y saliendo hacia fuera desde nuestras entrañas.

Cada experiencia vivida es una raíz interna que, transformada en rama, abre su paso hasta encontrar la forma de darnos un fruto que es, siempre, revelador.

No dejo nada atrás, lo recojo, lo tomo bien cerquita, lo miro con amor y le agradezco su existencia.

No dejo nada atrás, lo llevo bien adentro.

Hasta que lo OFREZCO.

* Recuerda: Si no integras tus experiencias, si no aprendes de ellas, si no escuchas sus mensajes, no dejarán de existir porque las quieras «dejar ir». Escucha a tu interior, date tiempo. Ellas, tus experiencias, tus mensajeras, te sabrán guiar.

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LO BELLO DE LA VIDA

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El día en que nos descubrimos la Herida debe ser como ese primer día en que un bebé se descubre los dedos de los pies. “Oh, mira, ¡qué profunda!” “Oh, vaya, ¡qué novedad!”

Metemos el dedo y la palpamos, la miramos desde diferentes ángulos y hasta usamos un espejo para descubrir áreas a las que no alcanzan nuestros ojos.

La Herida de la que hablo es la Herida que todos tenemos. La que viene de nacimiento cuando somos traidos al mundo. La que forma parte de una identidad; la que justifica, modifica y caracteriza algunos de nuestros aspectos personales.

“Yo sufro en silencio.”

“¿No me digas?” – pensé – “¿y quién no?”

Dime, ¿quién no sufre en silencio? Todos lo hacemos. Todos tenemos nuestras agonías existenciales, problemas que causan quebraderos en la cabeza, sensaciones de desencanto, desesperanza, miedos, dudas en el ámbito más trascendental. Miedo a sufrir, a vivir… miedo a la vida más que a la muerte.

Que sí, que sí, que sé que sufres. Sé que sufres porque yo sufrí también y porque también lo hago a veces. Porque soy humana y estoy herida por esa Herida primera, como lo estamos todos.

Por eso, por favor, no me hables de tu sufrimiento como si de algo especial me estuvieras hablando. No hagas de tu dolor algo importante, encantador o diferenciador de tu personalidad. Te vuelvo a decir que ese sentir, todos lo tenemos.

Te descubriste la Herida como un bebé que se descubre por primera vez los dedos de los pies. Y te quedaste mirándola, observándola, probándola y analizándola. Es profunda y tan extraña que hasta hay gente que decide no mirar hacia otro lugar ni hacia otras personas en toda su vida. Se quedan bizcos autocontemplando su propio dolor por placer y creen poseer algo que otros no poseen.

Mi Herida es tu Herida.

¿Podemos, ahora, hablar de otras cosas y celebrar lo bello de la vida?

 

La niña que habita en mí

A veces no soy yo la que escribe, no todo mi ser, tan solo una parte de mí toma el control en la escritura. Esto quiere decir que hay veces que estoy feliz pero ese lado oscuro necesita decirme algo. Entonces, esa parte mía que se encuentra en la oscuridad, se pone frente al teclado y me cuenta, con sus propias palabras, qué es lo que le está pasando.

Acostumbramos siempre a escuchar aquello alejado de la oscuridad; la noche nos da miedo, nos asusta, nos recuerda nuestra cueva interior y esas voces que, a veces, evitamos. Pero lo negro e inalcanzable con la mirada, también forma parte del espectro de nuestra realidad. Y es de ahí, justo, precisamente, de donde podemos traer nueva luz que ilumine con mayor intensidad nuestro día a día.

Vine pedaleando desde una escuela a la que he ido a ofrecer algunas actividades de voluntariado. Eran las seis, no quería que se me hiciera de noche; así que pedaleaba fuerte, de manera constante, mi foco estaba en llegar cuanto antes a mi destino. No me quería ver a oscuras en ninguna carretera o lugar que se me hiciera espantoso al no iluminarle la luz del sol.

Tal cual deseaba y planeaba, llegué a mi destino a tiempo y con luz justo antes del anochecer.

En pocos minutos el cielo estaba negro y pensé: “¡Uff! ¡Por los pelos!

Sin embargo, no solo el exterior oscureció sino que yo misma, muy adentro, también me volví, por un momento, de color negro. Cierta tristeza estaba llegando, se hacía presente en mi interior. Cierto cansancio, quizás. Agotamiento. O una mezcla de todo.

Así que tras una ducha fría, preparé una alfombra en el suelo y me senté dispuesta a escuchar. A escucharme. A saber con atención, con cariño, con ganas, qué era aquello que me pasaba.

Imaginé enfrente de mí, en el otro lado de la alfombra, a la niña que fui; la que todavía siente, la que sueña, la que vibra a cada día con todo lo que le sucede. Y le pregunté: “¿Qué te pasa?

Ella ya me conoce, sabe que la escucho bien. Así que, en cuanto la vi dispuesta a responderme, cambié de lugar, me senté justo donde la imaginaba a ella y comencé a sentir lo que había en su interior. Empecé a llorar y me di cuenta de lo cansada que estaba.

Comenzó a contarme algunas cosas que le preocupaban y me informó de algunos aspectos que yo desconocía y que pensaba que eran ya algo del pasado. La escuché, con tranquilidad, en armonía. Y nos fuimos a cenar. Bueno, fui a cenar yo sola sabiéndola a ella en mi interior.

La niña interior es algo que todas llevamos dentro. La niña interior es la niña que fuimos. La que traía todos sus regalos intactos consigo, la que sufrió, la que vio algunas de sus necesidades cubiertas y algunas otras no. La niña interior es la pureza, la energía, la pasión, la convicción de aquello que queremos y no queremos, es nuestra fuerza interior y, además, es la vulnerabilidad más sublime y bella.

Nosotras, las que somos, somos las adultas; las que pueden convertirse en madres de esas niñas que llevamos dentro. Las que podemos darles a ellas todo lo que no tuvieron en su infancia y sí necesitaron, las que les podemos escuchar y abrazar y hacerles entender que el amor, en primer lugar, han de buscarlo en nosotras mismas.

Tuvimos una infancia, una mamá, un papá, unos educadores, unas circunstancias… Y fueron aquellas circunstancias y aquellas personas las que nos abrieron muchos caminos y también las que se interpusieron para que no transitáramos otros. Aprendimos, de pequeñas, que eran los mayores quienes poseían la Verdad y tenían el Poder de dirigir nuestras vidas.

Pero una vez crecemos, debemos hablar con ese lado vulnerable -nuestra niña interior- atenderla (atendernos) y hacernos comprender que la Verdad se encuentra dentro de nosotras y que el Poder, el poder de hacer aquello que queremos, también.

Conforme empezamos a desarrollar una relación de amor, cariño y respeto con nosotras mismas, nos hacemos menos dependientes de la opinión ajena; especialmente, de la opinión de aquellas personas que en nuestra infancia representaban la Verdad y el Poder.

Es importante saber que la Verdad reside dentro. Y que el Poder también.

Una vez sabes eso, se reduce el miedo. Entonces, tu camino se abre de una vez.

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Ilustración de Claudia Tremblay

VLOG: Dar desde el Amor que somos

No es lo mismo actuar desde el amor que necesitamos (carencia) que desde el Amor que somos (esencia). Si eres una persona interesada en compartirte y dar de ti a los demás has de saber que la prioridad eres TÚ y que la primera pregunta que debes hacerte no es qué necesita el resto del mundo, la pregunta es: “¿Qué necesito YO?“

*Puedes darle a HD para ver el vídeo con una mayor calidad.

TENEMOS HAMBRE

Las mujeres tenemos hambre, mucha hambre.

En primer lugar de RECONOCIMIENTO. Necesitamos sentirnos valoradas, saber que se nos ve más allá de nuestra belleza, que tenemos algo que aportar y que procrear no es la única misión que la vida tiene pensada para nosotras.

Tenemos hambre de ACCIÓN. Queremos ser valientes, decididas, estructuradas, poderosas. Necesitamos construir nuestros propios castillos, templos, reinos e imperios.

Tenemos hambre de AMOR. Queremos poder ser libres enfrente de otra persona, entregarnos a ella sin sentir pecado y rendirnos al éxtasis de esta existencia.

Tenemos hambre de COMIDA. Esa que los anuncios de televisión y las revistas demonizan y apartan de nosotras. Queremos volver a sentir que la comida nos pertenece y que somos uno con el alimento mismo.

Las mujeres tenemos hambre, estamos famélicas, comemos migas poco interesantes que solo acarician nuestros vacíos pero no los llenan. Por ello, debemos acceder pronto a ese hueco, a ese hueco que nos habita para hacer magia en su interior y transformar aquello que consideramos carencias en los frutos que nos llenen de vida desde adentro.

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DUELOS

Hay alguien que conozco que hoy se encuentra decaído, triste, sin pasión ni ganas. Me pregunto qué habrá dentro de él: ¿desasosiego?, ¿ira?, ¿rabia?, ¿impotencia?, ¿contención?

El tiempo que pasamos juntos chocábamos bastante pues él es una persona que no expresa de manera habitual sus sentimientos. Si se siente mal, te lo comenta: “me encuentro mal…” pero seguidamente le añade la coletilla de “pero no es nada, pronto estaré bien”.

Echarle sacarina, azúcar, extra de miel o cualquier sucedáneo que reduzca el sabor de lo que estoy sintiendo; no es de mi agrado y lo intento evitar. Y, de la misma manera, si tengo la intención de comunicarme con alguien a corazón abierto, me gusta que esa persona no me endulce ni disimule lo que, realmente, está ocurriendo en cada parte de su preciado cuerpo. Quiero autenticidad, crudeza, naturalidad… no me gustan los “esto no es nada”, ni el “ya pasará”. Quiero la pureza de la emoción, la realidad que el otro esté sintiendo, quiero sinceridad y no ver muros por en medio.

Si miro a los ojos a alguien y le quiero ver, es para tenerle conmigo al completo. No llevo gafas de sol o, por lo menos, intento no hacerlo. Hasta el momento ninguna reacción mostrada por alguien ajeno a mí, me ha provocado ninguna ceguera.

Sé que duele sentir, sé que en ocasiones se hace insoportable. Pero, ¿qué me decís de reprimir esas emociones? ¿Qué creéis que ocurre cuando el tiempo pasa y acumulamos, una detrás de otra, esas sensaciones que no queremos aceptar? ¿No es más doloroso estar dormido? ¿No acabamos convirtiéndonos en autómatas carentes de pasión y de verdad?

Y no quiero ir a su rescate, lo prometo. Pero sí quiero estar allí junto a él. Y traerle a mi regazo y abrazarle. Y dejarle ser quien es. Y poner un jarrón que recoja todas sus lágrimas y entregárselo a él para que lo estampe contra el suelo si eso es lo que necesita.

Me gustaría que entendiera que ser humano es igual a recibir lo que hay en el mundo. Que por mucho que agachemos la cabeza, no vamos a dejar de sufrir. Que el sufrimiento es legítimo y parte del crecimiento y que, por favor, lo mire de frente para poder disminuir su intensidad.

Pero estoy en este proceso de dejar a cada cual por sí mismo y por ello me freno en este impulso de querer ir a lamerle sus heridas. Pero iría, ¡vaya que iría!, a mirarle a sus ojos y a hacernos entender, mutuamente, que la vida son dos días y que en ellos hay tiempo para varios duelos internos y para varias muertes propias también.

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EL CAUCE DEL ALMA

Ojalá hoy encuentre la manera de hacer que los pensamientos, los aprendizajes, las sensaciones y sentimientos que han aparecido en mi interior puedan bajar por el cauce de mi alma hasta plasmarse en este texto.

De repente, he vuelto a caer en mi interior. Es como si volviera a tener acceso a lo más profundo de mi esencia, a lo que vibra bajo mi propia tierra, al paraíso oscuro que hay dentro de mí. Vuelvo a estar conectada con lo que me hace estar viva, vuelvo a sentir, a conocer aquello que sustenta mi alma, aquello que da energía a mi cuerpo.

Estoy en profundo contacto con aquello que me sostiene y, no hay más maravillosa sensación que la de saberte amada y reconocida.

He caído en mi interior y eso no siempre implica encontrar alegría o tristeza. Caer en tu interior es experimentarte desde adentro, es encontrar cobijo en tu propia existencia, es escucharte, amarte, vivir en ti

Todo esto me hace sonreír.

Estoy pura y, a la vez, tan delicadamente vulnerable. Siento que me rompo al mismo tiempo que me siento entera. Noto el amor vibrando dentro y fuera de mí, percibo mi necesidad con respecto al prójimo, mi necesidad como ser humana, mi necesidad de alimento y sustento…

Nos desconectamos de nuestra propia fuente hace mucho tiempo. Nadie nos enseñó a mantener esos ojos brillantes que teníamos cuando éramos niños. Por eso, en la edad adulta, hay tanta desorientación, tanta incomprensión acerca de lo que, de verdad, nos llena por dentro.

Sin embargo, todos sabemos del león que ruge en nuestros adentros, todos intuimos esa fuerza interior, esas ganas de abrirnos al mundo, esa capacidad de recibirnos plenamente por ser como somos. No estamos tan lejos de nosotros mismos como, a veces, creemos.

Estira tu brazo, ahí, hasta donde alcances. Eso es lo más lejos que te puedes ir de ti mismo. Aunque te sientas perdido, nunca lo estás tanto como para no volverte a encontrar.

El cuerpo no es la cárcel del alma; el cuerpo es la casa de nuestra alma. No encontrará ella otro sitio en el que ser y estar; así que tráela de vuelta a casa y disfruta de una reunión contigo misma.

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BUSCANDO UN PARAGUAS

A un día de mi 30 cumpleaños me siento así: BUSCANDO UN PARAGUAS.

¿Sabéis esos grupos de turistas que van siguiendo a un guía que usa un paraguas de colores para que la gente pueda verle con facilidad? Sí, esos grandes grupos de chinos y/o japoneses que van siguiendo a la manada y mirando hacia la derecha y hacia la izquierda según indique el aparato de audio que llevan en sus cabezas…

Sí, bueno, la realidad es que justo me refiero a eso. He debido perderme del grupo. Aquí no hay nadie que me diga hacia dónde tengo que mirar, ni escucho indicaciones claras a través de los oídos. Tampoco veo un paraguas de colores que me indique dónde debería estar mi lugar ni qué sitios, atracciones o monumentos debería estar atendiendo con mi mirada.

Soy libre, señores. Soy libre.

Y menudo vértigo da dicha expresión. Toda la vida ansiando comerme el mundo hasta que llega el día en que te das cuenta que no hace falta que ansíes nada porque ya te has comido buena parte de él.

¿Y por qué tanta ansia, entonces? ¿Por qué tantas ganas? ¿Y, hablando de todo un poco, hacia dónde he de tirar?

A un día de mi 30 cumpleaños me siento así: un poco -solo un poquito- PERDIDA.

¡Ché! Y yo que me sentía tan orgullosa de mí misma por estar creando un camino propio y por tener la valentía de mirar el mundo con mis lindos ojos. La misma, yo, la valiente… perdida… ¡Pues vaya chasco!

Creo que me tengo que quitar el traje de heroína porque empiezo a creer que, el hecho de ser libre, no implica que vaya a ocurrir gran cosa. Simplemente, ahora puedes decidir pero, no te creas, por muy libre que seas las limitaciones forman parte de tu naturaleza.

Sí, limitaciones como el tiempo, la edad, el coste de oportunidad que supone hacer algo y tener que sacrificar otra cosa a cambio, la capacidad limitada de los pulmones o del estómago, las horas necesarias de sueño, las distancias físicas… Existen los límites por mucha libertad que quiera yo encontrar. Soy una mujer libre y, jodidamente, limitada. ¡Qué putada!

Pues sí, me fastidia. Me fastidia porque siempre he querido tenerlo todo. Porque no fue casualidad que me leyera el libro de El Alquimista tres veces seguidas cuando era adolescente. Porque siempre he creído en los sueños y en los destinos, porque conozco el potencial y creo en la capacidad del ser humano para llegar bien lejos.

Pero en algo me he equivocado y es en creer que el ser humano, tan sólo él y por sí mismo, puede alcanzar las estrellas. Y no, no es así. Estamos interconectados, somos parte de algo que vive en nuestro interior y, a la vez, nos supera; somos una pieza de un puzzle, tan solo somos humanos; vulnerables y limitados.

Por eso, a mis ya casi 30 años cumplidos; he de decir que me siento hoy en la silla de la decepción. Aunque sea solo por un ratito. Y es que, ¿quién me he creído yo para querer tocar el cielo? ¿Es que no sé de sobra la cantidad de factores que han de acompañarme a mí hasta esa elevada llegada?

«Ay,…» – me digo a mí misma- «con lo que has sentido en tu interior, ¿cómo puede ser que hagas a tus ojos ciegos y a tus oídos sordos? Si sabes que toda esa alegría que buscas, todo el sentido que te va a motivar y todo el amor que mereces; se encuentran dentro de ti misma. ¿Por qué intentas encontrar un paraguas de colores cuando en esto de la vida tan solo estás tú? Tú y las huellas que has dejado. Tú y todo lo que ya has caminado. Tú y todo lo que el Universo ha sembrado en tu interior y te muestra ahí fuera en modo de personas, circunstancias y relaciones. Ay… deja ya de mirar a los rumores del pasado y eleva tu mirada. Ahí, enfrente tuyo, está la vida”.

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NO DEJAMOS NUNCA DE QUERER

Como bebés, no dejamos nunca de querer a nuestras madres. Nuestro cuerpo es consciente de que, a través de ellas, se nos ha dado la vida y hemos visto el mundo según sus propias percepciones.

Como niños, no dejamos nunca de querer a nuestras madres ya sean éstas bellas o feas, felices o depresivas, apagadas o entusiastas.

Como adolescentes, no dejamos nunca de querer a nuestras madres; se lo expresemos con cariño o rebeldía, con simpatía o antipatía, con calor o con dolor.

Como adultos, no dejamos nunca de querer a nuestras madres, seamos iguales o diferentes, vivamos juntos o separados, compartamos las mismas opiniones o no.

Como adultos despiertos y diferenciados de su propia madre; permitimos que ellas sigan su camino, aprendemos a crear nosotros el nuestro, nos hacemos generadores de vida redescubriendo nuestra propia capacidad creativa y nos enraizamos en unas raíces propias que son diferentes a las de ella; y así, al igual que en todas las etapas de nuestra vida, no dejamos nunca de querer a nuestras madres.

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Ilustración personal