MI PEQUEÑA YO

Esto de escribir a contracorriente y con música en español sonando desde mi reproductor de audio, no es habitual para mí. Pero me esperas en la puerta de una iglesia a pocos kilómetros de aquí para irnos a pasar la mañana en la playa y no quiero que se me haga tarde. Tampoco quiero llevar equipaje de más y, como veo que me he despertado con muchas palabras, he decidido teclearlas en este ordenador haciendo que formen frases.

Todos tenemos una “pequeña yo” viviendo en nuestro interior y más nos vale conocerla si no queremos que nuestra vida se vuelva del color del babero de un bebé que intenta comer con sus manos espaguetis con tomate, puré de espinacas y yogurt de limón a la vez. Que no está mal que nuestra vida tenga color y mucho, pero también es bonito poder decidir cómo queremos que se dispongan las manchas, cuántas y cuándo.

Por eso digo que hay que conocerse. Hay que echarse una mirada e inclinar nuestra cabeza al interior de nuestro cuerpo no hueco y mirar a esa pequeñita que nos reclama atención con rabia, ternura y lágrimas en los ojos. Necesitamos saber qué quiere, qué necesidades se le quedaron sin cubrir cuando su edad temprana imaginaria se correspondía con su edad real y qué nos pide a nosotras ahora que somos mayores y adultas.

Mi niña pequeña interior lleva un megáfono que pide atención y, a veces, necesito taparme los oídos para dejar de escucharla. La verdad que es tarea imposible ignorarla o hacer caso omiso de sus necesidades. Me pregunto cómo lo harían mis padres para que no me sintiera decepcionada a cada momento, si es que, en aquella época, pedía tanto como esta pequeñita exige ahora.

Y es que lo cierto es que esa pequeñita interior- es decir yo- exige mucho. No quiere una golosina de la tienda de chuches sino que las quiere todas. No le basta con ver una peli de Disney sino que le tengo que asegurar que luego vendrán muchas más. No le vale con su plato de pasta favorito sino se lo doy yo con plena entrega y disposición. No le vale nada, vaya. La tengo siempre insatisfecha y, la verdad, que he de decir que es muy cansado sentirla siempre tan descontenta y verla comportarse de una manera tan ingrata.

Voy como una loca intentando complacerla pero no doy abasto. Simplemente, llora y se queja; y, a veces, la verdad, me parece un poco autoritaria y demagoga. Parece que todo lo que le doy va a caer siempre en un pozo sin fondo en el que no hay un mínimo retorno ni una pequeña respuesta en forma de halago, carantoña complacida o gesto de gratitud.

Por eso digo que hay que conocerse. Porque creo que el tamaño de mi boca es más grande que el Everest y, por mucho que me den, me acabarán pareciendo siempre pequeños bocados insignificantes.

Hay verdades que duelen y no me gusta reconocer que soy así. Al final pido tanto que no veo los pequeños detalles, estoy tanto en el “que vendrá después” que me pierdo lo que estoy recibiendo ahora, tengo tanto miedo de que las cosas acaben que olvido que ahora mismo sí están ocurriendo. ¡Cuánto daría por vivir consciente en el eterno y abundante presente que nunca acaba!

¡Vaya! El tiempo se agota y tú pronto estarás en la puerta de la iglesia esperándome para irnos a pasar la mañana en la playa. Debo incorporarme y alejarme de este ordenador si no quiero llegar tarde. Voy algo más ligera de equipaje verbal. Y, además, un poquito más consciente de las necesidades de mi pequeña yo… que, la verdad, es mucho más dulce de lo que os la he presentado y bastante sensible. Creo que, a partir de ahora, la voy a escuchar mucho más, aunque a veces le incomode a mi “yo adulta” no entender los complejos abismos que puede sufrir un niñ@ pequeñ@.

UN TROZO DE PAN

Caminaba hoy por la calle cuando encontré un gran mendrugo de pan tendido sobre el suelo. La calle estaba limpia y las rocas de color gris daban forma a un suelo en el que había también un poco de asfalto. Miré el mendrugo de pan y sentí, como si pudiera tocarlo, su textura fresca y esponjosa. Parecía venir de un pan recién hecho, de estos panes de color blanco por dentro con corteza crujiente por fuera que se hacen en los pueblos. Era un trozo de pan español; sí, en efecto, lo era.

Iba a agacharme a cogerlo cuando, de repente, me pregunté si aquel mendrugo de pan había llegado hasta mí para ser encontrado, saboreado o, tan solo, observado. La boca se me hacía agua mientras yo seguía pensando en el origen y el destino de aquel trozo de pan. ¿Era ésta una casualidad cualquiera o había cierta magia universal que quería que nos encontráramos aquel trozo de pan y yo?

Recordé entonces el ambiente de los pueblos españoles. Los abuelos sentados a pie de calle, el olor de la comida casera saliendo por las ventanas de los hogares, las fiestas tradicionales donde todos los habitantes se reúnen para celebrar…“Ay…”– suspiré. Todo se hacía sentir como eso que llamamos “casa”.

Me encontraba sentada en la calle, sabía que cualquier transeúnte que pasara por allí me enjuiciaría pensando que era una loca mirando un trozo de pan… pero yo no podía evitarlo. De alguna manera, esto era algo nuevo; un suceso que nunca antes me había pasado. Así que decidí disfrutarlo por ridículo que pareciera desde el exterior.

No sé qué piensas mientras lees esto. ¿Crees que debería alcanzarle mi mano al trozo de pan y llevarlo hacia mis adentros? ¿Crees que algo tan sólido y tierno a la vez debiera pasar entre mis salvajes dientes? ¿Cómo podría hacer algo así?

Cogí el trozo de pan y lo llevé conmigo. No fue a parar dentro de mi cuerpo sino que lo eché en mi bolso. Algo debía hacer con él aunque todavía no supiera el qué de manera exacta.

Encontré un sadhu en mi camino (vivo en India y hay muchos de ellos; son personas que dedican su vida a la espiritualidad dando de lado a todo lo material). Me dijo que nunca quiso probar algo como aquello que le ofrecía. Quizás había demasiado mimo y amor en aquel pedazo de pan. Quizás el sadhu pensó que este mundo de sentires hogareños a él no le correspondía.

Encontré, entonces, a un niño mendigando en la calle. El niño vendía sus dibujos a cambio de dinero. Tampoco quiso saber nada acerca del trozo de pan que le enseñé sacándolo con mis manos desde el fondo de mi bolso.

Los perros que encontré en mi camino y que se acercaban de vez en cuando a olisquear que llevaba tan cerca de mí, parecían más bien interesados en mi olor y mi atención que en aquella joya que ocultaba tímidamente entre mis ropas. El trozo de pan cobraba valor conforme iba avanzando la mañana.

Llegué a las orillas del río. Un color verde esmeralda se extendía sobre las aguas que desprendían destellos y bellos movimientos provocados por el efecto del viento. ¿Qué podría hacer? ¿Quizás trataría de ofrecerlo? Muchas ofrendas se hacen en el Ganges, ¿por qué no soltarlo? ¿Por qué no vendérselo a la fortuna que fluye constantemente en el tiempo?

Pensé en soltarlo, en dejarlo ir; en mirar a la luna que no era visible y entregarlo como una ofrenda. Pensé, pensé, pensé; hasta que lo introduje en mi boca.

Lo introduje en mi boca, lo saboreé y sentí su textura fundiéndose en el interior de un medio acuoso. Lloré. Aquel trozo de pan era justo aquél que se cocinaba en los pueblos, que se compartía con la familia, que ocupaba un lugar central en las celebraciones de una buena fiesta dominguera. ¡Qué bueno se sentía estar de vuelta en casa! ¡Qué ansia había sentido por querer percibir dentro de mí lo que siempre había sabido que era mío..!

Sí; aquel sentir era mío; un sentir provocado por reconocer que aquello casero, mundano, tierno y familiar formaba parte de mi vida. Mío; solo mío; mío el saber que la naturaleza de la que yo estaba hecha era la misma que la que había estado atesorando aquella mañana entre mis manos.