Como bebés, no dejamos nunca de querer a nuestras madres. Nuestro cuerpo es consciente de que, a través de ellas, se nos ha dado la vida y hemos visto el mundo según sus propias percepciones.
Como niños, no dejamos nunca de querer a nuestras madres ya sean éstas bellas o feas, felices o depresivas, apagadas o entusiastas.
Como adolescentes, no dejamos nunca de querer a nuestras madres; se lo expresemos con cariño o rebeldía, con simpatía o antipatía, con calor o con dolor.
Como adultos, no dejamos nunca de querer a nuestras madres, seamos iguales o diferentes, vivamos juntos o separados, compartamos las mismas opiniones o no.
Como adultos despiertos y diferenciados de su propia madre; permitimos que ellas sigan su camino, aprendemos a crear nosotros el nuestro, nos hacemos generadores de vida redescubriendo nuestra propia capacidad creativa y nos enraizamos en unas raíces propias que son diferentes a las de ella; y así, al igual que en todas las etapas de nuestra vida, no dejamos nunca de querer a nuestras madres.

Ilustración personal