NO DEJAMOS NUNCA DE QUERER

Como bebés, no dejamos nunca de querer a nuestras madres. Nuestro cuerpo es consciente de que, a través de ellas, se nos ha dado la vida y hemos visto el mundo según sus propias percepciones.

Como niños, no dejamos nunca de querer a nuestras madres ya sean éstas bellas o feas, felices o depresivas, apagadas o entusiastas.

Como adolescentes, no dejamos nunca de querer a nuestras madres; se lo expresemos con cariño o rebeldía, con simpatía o antipatía, con calor o con dolor.

Como adultos, no dejamos nunca de querer a nuestras madres, seamos iguales o diferentes, vivamos juntos o separados, compartamos las mismas opiniones o no.

Como adultos despiertos y diferenciados de su propia madre; permitimos que ellas sigan su camino, aprendemos a crear nosotros el nuestro, nos hacemos generadores de vida redescubriendo nuestra propia capacidad creativa y nos enraizamos en unas raíces propias que son diferentes a las de ella; y así, al igual que en todas las etapas de nuestra vida, no dejamos nunca de querer a nuestras madres.

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Ilustración personal

AUTORRETRATOS

Si me quedara alguna carta de la baraja, me gustaría que fuera el As de corazones. Y si no me quedara ninguna, me gustaría mostrarte mis manos vacías para que vieras que no guardo nada en ellas.

Realmente, aunque pueda dar(te) una impresión contraria, yo no tengo nada que ocultar. Las mismas motivaciones me impulsan a levantarme cada mañana, el mismo aire tomo al respirar, idénticas necesidades vitales me caracterizan, … La profundidad de la que me hablas no es más que el hecho de que no utilizo una tapadera para esconder los submundos que hay debajo de los mundos. Pero esto es común a todos, todos somos más de lo que se ve a plena superficie.

Debajo de nuestros pies hay unas raíces que se expanden hasta lo más interno de la Tierra y que están conectadas todas entre sí. Es como si todas fueran a parar a un mismo sitio del que todos chupamos agua de vida. Todos aportamos desde arriba agua que irá hacia abajo y que nos nutrirá a todos cuando vuelva de vuelta. Agua sana. También insana. Y todos bebemos del mismo manantial.

Una vez el agua de vida va subiendo hasta nosotros, hasta encontrarse con nuestras raíces separadas de las del resto de la humanidad, ese agua se va filtrando. Son nuestros filtros propios y personales los que determinan la calidad del agua que llegará a nuestro cuerpo, su destino final. Si dejamos pasar todo, todo entrará en nosotros. Si por miedo, nos cerramos por completo, nos comenzaremos a debilitar. Pero si encontramos ese punto ecuánime e intermedio, en el que sin gran esfuerzo, recogemos las aguas que más vitalidad y grandeza nos van a dar, entonces, estamos a salvo.

Estaremos a salvo pues esa es la misión que llevamos de manera natural. Proteger y respetar aquello que somos. Evitar que lo que está empantanado y contaminado entre por el canal por el que nosotros nos sustentamos y nos adherimos al suelo. Y dejar que aquello que se encuentra fluyendo con firmeza y armonía, sí que nos cale, sí que penetre en nuestro interior.

Y ahí está el arte: en dejarnos afectar por aquello que nos llena de vitalidad y nos abre los ojos a nuestra grandeza; y en saber soltar la absurda responsabilidad de tomar aquello que no nos corresponde, nos enturbia e, ilusoriamente, nos empequeñece.

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“Recoge solo aquello que:

es TUYO,

te pertenece

y te hace ver quién eres.”

– Ilustraciones y textos personales