A veces no soy yo la que escribe, no todo mi ser, tan solo una parte de mí toma el control en la escritura. Esto quiere decir que hay veces que estoy feliz pero ese lado oscuro necesita decirme algo. Entonces, esa parte mía que se encuentra en la oscuridad, se pone frente al teclado y me cuenta, con sus propias palabras, qué es lo que le está pasando.
Acostumbramos siempre a escuchar aquello alejado de la oscuridad; la noche nos da miedo, nos asusta, nos recuerda nuestra cueva interior y esas voces que, a veces, evitamos. Pero lo negro e inalcanzable con la mirada, también forma parte del espectro de nuestra realidad. Y es de ahí, justo, precisamente, de donde podemos traer nueva luz que ilumine con mayor intensidad nuestro día a día.
Vine pedaleando desde una escuela a la que he ido a ofrecer algunas actividades de voluntariado. Eran las seis, no quería que se me hiciera de noche; así que pedaleaba fuerte, de manera constante, mi foco estaba en llegar cuanto antes a mi destino. No me quería ver a oscuras en ninguna carretera o lugar que se me hiciera espantoso al no iluminarle la luz del sol.
Tal cual deseaba y planeaba, llegué a mi destino a tiempo y con luz justo antes del anochecer.
En pocos minutos el cielo estaba negro y pensé: “¡Uff! ¡Por los pelos!”
Sin embargo, no solo el exterior oscureció sino que yo misma, muy adentro, también me volví, por un momento, de color negro. Cierta tristeza estaba llegando, se hacía presente en mi interior. Cierto cansancio, quizás. Agotamiento. O una mezcla de todo.
Así que tras una ducha fría, preparé una alfombra en el suelo y me senté dispuesta a escuchar. A escucharme. A saber con atención, con cariño, con ganas, qué era aquello que me pasaba.
Imaginé enfrente de mí, en el otro lado de la alfombra, a la niña que fui; la que todavía siente, la que sueña, la que vibra a cada día con todo lo que le sucede. Y le pregunté: “¿Qué te pasa?”
Ella ya me conoce, sabe que la escucho bien. Así que, en cuanto la vi dispuesta a responderme, cambié de lugar, me senté justo donde la imaginaba a ella y comencé a sentir lo que había en su interior. Empecé a llorar y me di cuenta de lo cansada que estaba.
Comenzó a contarme algunas cosas que le preocupaban y me informó de algunos aspectos que yo desconocía y que pensaba que eran ya algo del pasado. La escuché, con tranquilidad, en armonía. Y nos fuimos a cenar. Bueno, fui a cenar yo sola sabiéndola a ella en mi interior.
La niña interior es algo que todas llevamos dentro. La niña interior es la niña que fuimos. La que traía todos sus regalos intactos consigo, la que sufrió, la que vio algunas de sus necesidades cubiertas y algunas otras no. La niña interior es la pureza, la energía, la pasión, la convicción de aquello que queremos y no queremos, es nuestra fuerza interior y, además, es la vulnerabilidad más sublime y bella.
Nosotras, las que somos, somos las adultas; las que pueden convertirse en madres de esas niñas que llevamos dentro. Las que podemos darles a ellas todo lo que no tuvieron en su infancia y sí necesitaron, las que les podemos escuchar y abrazar y hacerles entender que el amor, en primer lugar, han de buscarlo en nosotras mismas.
Tuvimos una infancia, una mamá, un papá, unos educadores, unas circunstancias… Y fueron aquellas circunstancias y aquellas personas las que nos abrieron muchos caminos y también las que se interpusieron para que no transitáramos otros. Aprendimos, de pequeñas, que eran los mayores quienes poseían la Verdad y tenían el Poder de dirigir nuestras vidas.
Pero una vez crecemos, debemos hablar con ese lado vulnerable -nuestra niña interior- atenderla (atendernos) y hacernos comprender que la Verdad se encuentra dentro de nosotras y que el Poder, el poder de hacer aquello que queremos, también.
Conforme empezamos a desarrollar una relación de amor, cariño y respeto con nosotras mismas, nos hacemos menos dependientes de la opinión ajena; especialmente, de la opinión de aquellas personas que en nuestra infancia representaban la Verdad y el Poder.
Es importante saber que la Verdad reside dentro. Y que el Poder también.
Una vez sabes eso, se reduce el miedo. Entonces, tu camino se abre de una vez.
Ilustración de Claudia Tremblay