Algo debe significar que, finalmente, sea capaz de escribir sobre este tema. Creo que el cambio que estaba pidiéndole a los cielos de poder sentirme segura en mi propio cuerpo, está comenzando a hacerse carne de mi propia carne.
¡Qué alivio! Poco a poco puedo volver a recuperar (si es que alguna vez la tuve) la seguridad de vivir en las curvas y en la sensualidad de la parte femenina de la vida.
Empezaré este escrito, hablando sobre el peso de mi cuerpo. ¡Nada tan material podía ocupar tanto tiempo en mi cabeza como este tema! ¿A qué viene tanta importancia? ¿Por qué tanta manía con estar en el supuesto peso adecuado? ¿Qué me lleva a poner tanta fuerza y atención en algo externo que ha dejado de ser lo que es debido a las vueltas que le he dado en mi cabeza? No sé si podría llegar a apreciar la de horas que he pasado pensando en algo que, realmente, no sé si me ha llevado simplemente a la nada. ¿Por qué tanto cabreo, tanta ira con respecto a mi propio cuerpo?
Realmente, creo que es una salvajada lo que estamos dejando que ocurra en la sociedad. Vivimos tan obsesionados con el peso y con el culto al cuerpo, que hemos olvidado realmente cuál es la función que tiene éste para nosotros. No conocemos nada de nuestros órganos internos, de cómo funciona el aparato digestivo, de qué es la grasa y para qué sirve, qué alimentos debemos realmente tomar o cómo debe ser la constitución de nuestro cuerpo en función del lugar en el que estamos y las funciones que realizamos… pero lo sabemos todo sobre la apariencia del cuerpo del vecino y, no sólo lo sabemos, sino que nos lo vamos comentando mutuamente: “Chica, ¡qué guapa! ¡¿Te veo más delgada, no!?”
Queridos vecinos de mi ciudad, la verdad es que no hay nada que me moleste más, que esa sea la segunda frase que me decís cuando me veis. ¿Es que no hay otra cosa de la que podamos hablar? Bueno, bien, vale: “quién esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Yo no la tiraré, pues he sido usuaria del mismo comentario durante años y puede que, por costumbre, todavía se escape de mi boca.
Así que, empezaré a pedir perdón yo: por juzgar, por mirar, por observar con ojos curiosos tu cuerpo, por etiquetarte, por compararte, por hacer mis propias indagaciones sobre qué te ha llevado a coger peso o a perderlo, por estudiar internamente si te encuentras bien en él o no, por mirarte por fuera y no por dentro… Perdóname, tu cuerpo junto con todos los otros que se pasean y lucen por el mundo, son blancos de mi mirada aunque, quizás, no lo sean tanto como lo son el mío para mí misma.
Por lo menos, sí puedo decirte que no leo el Cuore y voy tachando de “Puaj” todas las cosas naturales que nos pasan a las mujeres por vivir en un cuerpo de ser humano. Tampoco cojo el facebook y voy riéndome de mis amigos o conocidos comentándolo con la gente que tengo al lado. No, eso no lo hago y sí, de corazón a corazón, agradezco tener la suficiente claridad mental para que no me nazca hacer ese tipo de cosas.
No creo que te des por aludido en este último párrafo pero si te sientes identificado con él y eres de aquellos que se ríen de otras personas: por favor, identifica qué es exactamente lo que te duele de ti mismo para que tengas que estar poniendo tu dolor interno en el lugar de otros y pregúntate hasta qué punto ese ser humano que estás criticando, no merece buenos comentarios y la mejor de las felicidades.
Me duele mucho ver a amigos míos criticando a otros de manera cínica. Me da pena que el ser humano no entienda que, de quiénes realmente están hablando cuando hablan de otros, es de ellos mismos. Me pregunto si no entienden y no ven que esa persona es digna de todo lo bueno, si no consiguen atisbar su pasado, entender su futuro, comprenderla al completo, saber que son seres que aman y sufren como ellos mismos, ¡qué son un igual! La verdad que no lo entiendo…
Viene, como anillo al dedo, mencionar una afirmación acerca de la compasión que he escuchado varias veces en un cd de Deepak Chopra, dice así:
“Miraré a un desconocido hoy desde los ojos de la compasión. Me recordaré a mí mismo que este desconocido tiene padres y gente que le quiere, igual que yo. Me recordaré que este desconocido tiene momentos de felicidad, igual que yo. Me recordaré que este desconocido tiene momentos de angustia y sufrimiento, igual que yo. Me recordaré que este desconocido un día envejecerá, igual que yo. Me recordaré que este desconocido pasará por los ciclos de enfermedad y curación, igual que yo. Me recordaré que este desconocido un día morirá, igual que yo. A través de los ojos de la compasión, reconoceré a este desconocido no ya como un desconocido pero como un alma en vida, igual que yo.”
Y, ahora, cuando ya pensaba finalizar este texto, me pregunto lo mismo que me preguntaba al comienzo: ¿Por qué tanto cabreo, tanta ira con respecto a mi propio cuerpo?
Puede que sea, por todos esos comentarios constantes que, como tú, he recibido a lo largo de la vida acerca de quién soy yo y de cómo es o debería ser mi cuerpo y que no hicieron nada más que comenzar en la infancia. Puede que sea, esa tremenda bomba de críticas que nos hemos ido lanzando unos a otros desde tiempos inmemorables.
Si todavía te duelen las cosas que te dijeron con rabia siendo niño o críticas que hayas podido recibir recientemente, por favor, no sigas tú regando la existencia con comentarios desafortunados. Hagamos un esfuerzo por parar esta cadena interminable de juicios con respecto a los demás, que no hacen más que dañar el amor propio de la humanidad al completo.
Entendámonos a todos nosotros como un único ser, el ser humano. Cultivemos el amor propio por ser quiénes somos y, veamos como el primer paso: dejar de herir al compañero que tenemos al lado.