LO BELLO DE LA VIDA

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El día en que nos descubrimos la Herida debe ser como ese primer día en que un bebé se descubre los dedos de los pies. “Oh, mira, ¡qué profunda!” “Oh, vaya, ¡qué novedad!”

Metemos el dedo y la palpamos, la miramos desde diferentes ángulos y hasta usamos un espejo para descubrir áreas a las que no alcanzan nuestros ojos.

La Herida de la que hablo es la Herida que todos tenemos. La que viene de nacimiento cuando somos traidos al mundo. La que forma parte de una identidad; la que justifica, modifica y caracteriza algunos de nuestros aspectos personales.

“Yo sufro en silencio.”

“¿No me digas?” – pensé – “¿y quién no?”

Dime, ¿quién no sufre en silencio? Todos lo hacemos. Todos tenemos nuestras agonías existenciales, problemas que causan quebraderos en la cabeza, sensaciones de desencanto, desesperanza, miedos, dudas en el ámbito más trascendental. Miedo a sufrir, a vivir… miedo a la vida más que a la muerte.

Que sí, que sí, que sé que sufres. Sé que sufres porque yo sufrí también y porque también lo hago a veces. Porque soy humana y estoy herida por esa Herida primera, como lo estamos todos.

Por eso, por favor, no me hables de tu sufrimiento como si de algo especial me estuvieras hablando. No hagas de tu dolor algo importante, encantador o diferenciador de tu personalidad. Te vuelvo a decir que ese sentir, todos lo tenemos.

Te descubriste la Herida como un bebé que se descubre por primera vez los dedos de los pies. Y te quedaste mirándola, observándola, probándola y analizándola. Es profunda y tan extraña que hasta hay gente que decide no mirar hacia otro lugar ni hacia otras personas en toda su vida. Se quedan bizcos autocontemplando su propio dolor por placer y creen poseer algo que otros no poseen.

Mi Herida es tu Herida.

¿Podemos, ahora, hablar de otras cosas y celebrar lo bello de la vida?

 

Hombres, ¿amor u odio?

Todo comenzó hace cuatro años. Estaba sentada en uno de mis restaurantes preferidos de Rishikesh, sobre aquella alfombra en el suelo y apoyada en una gran ventana que me dejaba ver y respirar al río Ganges y a sus montañas colindantes.

Hacía un mes que estaba saliendo con Él, me sentía enamorada o, por lo menos, cuando iba de su mano tenía la sensación de ir caminando sobre las nubes y de que todo era mágico alrededor. No sé si eso era enamoramiento o no.

Sin embargo, aquel día, cuando apareció en el restaurante y le vi acercarse hacia mí sentí miedo en mi interior, como un poco de flojera en las piernas.

Aquellos días meditaba una o dos horas al día y podía observarme bastante bien, no se me escapaban sensaciones como aquella. ¿Qué pasaba? ¿Qué era ese miedo interno? Él estaba igual que siempre y se acercaba hacia mí con una sonrisa, ¿qué temía yo? ¿Qué había de nuevo ahí?

Me di cuenta poco después que no había nada nuevo en aquella situación que pudiera provocarme miedo sino que el miedo a los hombres había sido algo inherente en mi vida de lo que nunca antes me había percatado.

¿Por qué? ¿Por qué miedo a los hombres?

Investigué mi árbol genealógico, qué había ocurrido entre hombres y mujeres antes que yo y… sí, no tuve que alejarme mucho en mis antepasados para encontrar numerosos eventos en los que las mujeres habían sido agredidas y suspendidas tanto física como emocionalmente, por hombres.

Parecía que, a través de mi linaje, viajaba mucho miedo, escepticismo, tensión, nerviosismo, con respecto al sexo opuesto. Y descubrí que este miedo, esta desconfianza, esta agonía de no sentirse plena y segura junto a un hombre, no solo viajaba por mi linaje sino por el linaje de muchas mujeres de mi alrededor.

A través de muchas meditaciones individuales y grupales, y a través de ciertas experiencias que tuve la suerte de vivir junto a un hombre consciente y herido como yo, pude ver que esa herida hombre-mujer nos tocaba muy de cerca a todos.

Por un lado, en la mujer, había un dolor muy profundo por haberse sentido violada y anulada. Un dolor personal que, aunque no consiguiera despertarse en todas las mujeres, vivía latente en el interior de cada una de ellas. Además, este dolor iba acompañado de rabia y de deseos de venganza que operaban a modo de juegos psicológicos y chantajes por parte de la mujer hacia el hombre para intentar hacerle pagar por el dolor que éste le había causado en el pasado –un pasado personal, familiar o, simplemente, colectivo.

Otras mujeres, directamente, decidían separarse de ellos; no dejarse amar, no dejarse ser tocadas; o, incluso, en el lado opuesto y dentro de su total inconsciencia, decidían jugar al juego de la sumisión perpetuando la herida del patriarcado.

Por su parte, en los hombres, encontré dos tipos. También estaban los hombres inconscientes, aquellos que seguían perpetuando la herida y seguían utilizando su poder de manera violenta y denigrante con respecto a la mujer. El otro grupo, eran aquellos conectados con sus emociones y su feminidad.

En este segundo grupo, encontré hombres avergonzados de su poder; sentían que algo malo debía haber en ellos. En una de las meditaciones que hice con uno de estos hombres, me comentó que no conseguía sentir su verdadera fuerza y su masculinidad por varios motivos. Uno era porque se avergonzaba de ella, de alguna manera –por su linaje y por las relaciones de violencia provocadas por hombres en el planeta- creía, muy en el fondo de sí mismo, que ser hombre era algo vergonzoso, que el poder que había en él era destructivo y letal. Además de sentirse avergonzado, sentía cierto miedo hacia su propio poder, “¿y si hago algo malo?”

Después de mucho aprendizaje en todo esto que os cuento en el post, me volví a reunir con aquel hombre de aquel restaurante en Rishikesh. Estábamos llorando, en contacto con la herida. De manera intuitiva, nos dimos un abrazo en el que él me pedía perdón a mí- era un perdón que no se correspondía con ninguna acción específica, solo respondía a una necesidad general de disculparse. En este caso, ni él era él, ni yo era yo. Él representaba al Hombre y yo a la Mujer. Y aquel Hombre agachó la cabeza ante mí, ante la Mujer que soy, pidiendo perdón.

Pasó algún tiempo hasta que yo me di cuenta de cuantísimo daño le había hecho yo también a los hombres. Desde mi miedo, desde la rabia que corría por mis venas, desde el deseo de venganza y el dolor por sentirme anulada e invisible como mujer; vi como había jugado con ellos, como les había privado de darme su amor, como siempre les había puesto en duda… Y, entonces, yo también agaché la cabeza y pedí perdón.

El momento fundamental cuando decidí adentrarme en el conocimiento de la relación mujer-hombre que os cuento, fue cuando tuve sobrinos y cuando comencé a relacionarme con niños varones. Me dije: “Yo tengo que cambiar esta concepción que tengo de los hombres, si estos niños se van a convertir en Hombres, quiero que sepan y sientan a través de mí la grandeza de su masculinidad y que, por ningún motivo, se avergüencen o sientan miedo de ella”.

Comencé toda esta experimentación, esta observación, este estudio hace cuatro años y hoy puedo decir que estoy LIBRE. Lo sé, lo siento y lo percibo a mi alrededor.

Ni juego, ni manipulo, ni me retiro del campo de batalla cuando el amor llega –bueno, esto último, casi casi… Pero sí puedo decir que mi concepto de Hombre es uno nuevo totalmente. He conocido los suficientes hombres bondadosos, amables, fuertes, bellos, de buen corazón… como para que ese concepto haya cambiado en mí.

Ya no temo la fuerza de un hombre. Ahora, la fuerza masculina me resulta algo que admirar. Y es por ello, que yo también busco encarnarla.

Ya no les temo. Los malos son los menos.

Pero he de decir, que estas heridas de las que hablo son muchísimo más comunes de lo que parecen. Y que es importante que hagamos las paces con los hombres que nos rodean.

A vosotras mujeres, si os sentís nerviosas o inseguras cuando estáis junto a un hombre pacífico o no conseguís mostraos en toda vuestra grandeza con tranquilidad, debéis saber que esto no es lo normal. Buscad la herida, sentirla y sanarla.

A vosotros hombres; si sentís que no podéis hacer uso de vuestra fuerza masculina, rugir y gritar como un guerrero, observad el por qué. Puede que esté operando cierta desconfianza a vuestro lado masculino.

La energía femenina ha sido abusada y la energía masculina se encargó de ello. Pero todos hemos puesto nuestro granito de arena para que esta violenta historia continúe.

Así que cambiemos ya ese rol que nos hemos adjudicado:

Las mujeres perdonemos y, también, pidamos perdón por ese mal encubierto que podamos haberle hecho a ellos como causa de nuestra propia rabia e impotencia.

Y aquellos hombres sanos, bellos y buenos; por favor, ALZAD LA VOZ. Y retomad toda vuestra fuerza. Porque os necesitamos. Os necesitamos más que nunca.

Con amor,

Sandra

Anne-Hoffmann-annehoffmannherzmenschfotografie-Josephine-Binder-stillerebellin-2Fotografía de Anne Hoffmann Herzmensh