Valores antes y después de esta crisis

Hubo una época donde todo volvió a ser como antes. Se hablaba de familia, de hogar, de cercanía y de contacto. Se valoraba la salud, la comida y las relaciones personales.

Hubo una época donde los padres pasaban tiempo con sus hijos, los niños no corrían estresados hacia un colegio y los adultos tenían tiempo para mirar dentro de sí.

Una época donde los anuncios de “belleza” dejaron de estar en todas partes, donde no importaba si habías perdido peso esa semana sino cuánta comida tenías como provisión en tu despensa.

En aquella época, la gente estaba dentro de su casa, no solo la física sino la interior, aprendió a cocinar y a relacionarse con el alimento, aprendió a cuidar de su hogar y a preocuparse más por los suyos.

La economía se estrellaba porque eso no era lo que importaba. Los egos inflados de los adictos a resultados, se desinflaban. Los egos alimentados por la apariencia física, se consumían.

Ya casi añoro esa época donde la gente bajó de la rueda de la voracidad consumista. Ya casi añoro esa oportunidad que se le dio a muchos de mirarse en el espejo por un momento antes de llenar su tiempo con actividades sin sentido ni sentimiento.

Ya estamos casi fuera de esa época y ya todo parece volver a como no era antes. Es decir, antes la gente valoraba la familia, la salud, el alimento, el amor y sí, claro, una buena economía. Pero después de ese “antes”, vino una oleada de capitalismo que lavó las mentes de las personas haciéndolas creerse valiosas por las razones equivocadas.

Estamos ya a la orilla de volver al vacío previo:

  • De volver a escuchar lo importante que es que nuestro cuerpo mantenga una determinada linea, es decir, de volver a escuchar mensajes que solo buscan que nos sintamos incómodas dentro de nuestros maravillosos cuerpos.
  • De volver a ser bombardeados con anuncios absurdos que nos venden cosas que no necesitamos y que acaban en pocos meses en un basurero que luego acaba en el mar.
  • De volver a nuestros trabajos (tanto los niños como los adultos) que, en muchas ocasiones, nos drenan y nos dejan poco tiempo de calidad para compartirnos con los otros.
  • De dejar de cocinar, disfrutar del tiempo que se tarda en preparar alimentos y volver a la comida rápida.
  • De desatender nuestro hogar y, para aquellos que pueden permitirse personal del hogar, olvidar lo bien que nos sienta cuidar de nuestro propio espacio.
  • De contaminar el planeta sin ningún tipo de conocimiento porque estamos tan ocupados con nuestros conflictos que, ¡qué importará el planeta!

Estamos a la orilla de volver a estar hiperocupados y preocupados por asuntos que solo agujerean nuestra alma.

Sé que para muchos, ahora mismo, todo esto supondrá una cuesta arriba económica y también sé que para todos, viene una cuesta arriba en la que nos volveremos a deshumanizar ocupando nuestro tiempo con los sin sentidos que esta sociedad ofrece.

UN TROZO DE PAN

Caminaba hoy por la calle cuando encontré un gran mendrugo de pan tendido sobre el suelo. La calle estaba limpia y las rocas de color gris daban forma a un suelo en el que había también un poco de asfalto. Miré el mendrugo de pan y sentí, como si pudiera tocarlo, su textura fresca y esponjosa. Parecía venir de un pan recién hecho, de estos panes de color blanco por dentro con corteza crujiente por fuera que se hacen en los pueblos. Era un trozo de pan español; sí, en efecto, lo era.

Iba a agacharme a cogerlo cuando, de repente, me pregunté si aquel mendrugo de pan había llegado hasta mí para ser encontrado, saboreado o, tan solo, observado. La boca se me hacía agua mientras yo seguía pensando en el origen y el destino de aquel trozo de pan. ¿Era ésta una casualidad cualquiera o había cierta magia universal que quería que nos encontráramos aquel trozo de pan y yo?

Recordé entonces el ambiente de los pueblos españoles. Los abuelos sentados a pie de calle, el olor de la comida casera saliendo por las ventanas de los hogares, las fiestas tradicionales donde todos los habitantes se reúnen para celebrar…“Ay…”– suspiré. Todo se hacía sentir como eso que llamamos “casa”.

Me encontraba sentada en la calle, sabía que cualquier transeúnte que pasara por allí me enjuiciaría pensando que era una loca mirando un trozo de pan… pero yo no podía evitarlo. De alguna manera, esto era algo nuevo; un suceso que nunca antes me había pasado. Así que decidí disfrutarlo por ridículo que pareciera desde el exterior.

No sé qué piensas mientras lees esto. ¿Crees que debería alcanzarle mi mano al trozo de pan y llevarlo hacia mis adentros? ¿Crees que algo tan sólido y tierno a la vez debiera pasar entre mis salvajes dientes? ¿Cómo podría hacer algo así?

Cogí el trozo de pan y lo llevé conmigo. No fue a parar dentro de mi cuerpo sino que lo eché en mi bolso. Algo debía hacer con él aunque todavía no supiera el qué de manera exacta.

Encontré un sadhu en mi camino (vivo en India y hay muchos de ellos; son personas que dedican su vida a la espiritualidad dando de lado a todo lo material). Me dijo que nunca quiso probar algo como aquello que le ofrecía. Quizás había demasiado mimo y amor en aquel pedazo de pan. Quizás el sadhu pensó que este mundo de sentires hogareños a él no le correspondía.

Encontré, entonces, a un niño mendigando en la calle. El niño vendía sus dibujos a cambio de dinero. Tampoco quiso saber nada acerca del trozo de pan que le enseñé sacándolo con mis manos desde el fondo de mi bolso.

Los perros que encontré en mi camino y que se acercaban de vez en cuando a olisquear que llevaba tan cerca de mí, parecían más bien interesados en mi olor y mi atención que en aquella joya que ocultaba tímidamente entre mis ropas. El trozo de pan cobraba valor conforme iba avanzando la mañana.

Llegué a las orillas del río. Un color verde esmeralda se extendía sobre las aguas que desprendían destellos y bellos movimientos provocados por el efecto del viento. ¿Qué podría hacer? ¿Quizás trataría de ofrecerlo? Muchas ofrendas se hacen en el Ganges, ¿por qué no soltarlo? ¿Por qué no vendérselo a la fortuna que fluye constantemente en el tiempo?

Pensé en soltarlo, en dejarlo ir; en mirar a la luna que no era visible y entregarlo como una ofrenda. Pensé, pensé, pensé; hasta que lo introduje en mi boca.

Lo introduje en mi boca, lo saboreé y sentí su textura fundiéndose en el interior de un medio acuoso. Lloré. Aquel trozo de pan era justo aquél que se cocinaba en los pueblos, que se compartía con la familia, que ocupaba un lugar central en las celebraciones de una buena fiesta dominguera. ¡Qué bueno se sentía estar de vuelta en casa! ¡Qué ansia había sentido por querer percibir dentro de mí lo que siempre había sabido que era mío..!

Sí; aquel sentir era mío; un sentir provocado por reconocer que aquello casero, mundano, tierno y familiar formaba parte de mi vida. Mío; solo mío; mío el saber que la naturaleza de la que yo estaba hecha era la misma que la que había estado atesorando aquella mañana entre mis manos.

Ya lo dijo Tolstoi

«He pasado por muchas vicisitudes y ahora creo haber descubierto qué se necesita para ser feliz. Una vida tranquila de reclusión en el campo, con la posibilidad de ser útil a aquellas personas a quienes es fácil hacer el bien y que no están acostumbradas a que nadie se preocupe por ellas. Después, trabajar, con la esperanza de que tal vez sirva para algo; luego el descanso, la naturaleza, los libros, la música, el amor al prójimo… En esto consiste mi idea de la felicidad. Y finalmente, por encima de todo, tenerte a ti por compañera y, quizás, tener hijos… ¿Qué más puede desear el corazón de un hombre?…»

Tolstoi