CALMA

La vida acabará un día, por lo menos, la que comenzó en este cuerpo en el que ahora me encuentro viviendo. Eso ya lo he entendido. Quizás no lo he aceptado ni tampoco tendría la valentía de meter los pies dentro de la Muerte como si tal cosa pero sí sé que llegará un preciso, exacto y trascendente momento en el que estos musculitos dejarán de tener vida y movimiento propios (si es que, realmente, la vida y el movimiento le corresponden como propiedad a algo en concreto).

Bien, como venía diciendo, ya sé que las luces de esta fiesta extraña en la que todos nos encontramos un día se apagarán. Quizás, mis ojos oscuros vean otras luces, encuentren otros seres o se sumerjan en diferentes y desconocidas dimensiones. Quizás me convierta en ballena. Quizás.

Ahora bien, mientras tanto, en esta peculiar vida humana que nos caracteriza, voy caminando con mis piernas; disimulo moviendo primero una y luego la otra; haciendo como si siempre hubiera sabido andar; como si esto de ser humano fuera pan comido y supiera hacer todas las funciones y labores que tenemos los de nuestra raza. Sin embargo, he de reconocer que, realmente, no tengo mucha idea sobre el fundamento y la base en las que reposan mis actos y mis doctrinas (que también las tengo). Yo camino, como, converso, le pido al panadero el pan, saludo a la vecina, le hago un guiño al sol, recojo hojas que han caído de los árboles en otoño, miro los ojos de un bebé que acaba de pasar colgado a los hombros de su mamá; hago muchas cosas pero no sé mucho acerca de ellas.

He de decir que me gusta mucho mirar la vida como si nunca antes mis párpados se hubieran abierto a recibir información del exterior. Abro los ojos y dejo que todo penetre como si nunca antes lo hubiera visto. Todo se hace nuevo y frescos planteamientos entran en mi cabeza para volverme loca intentando poner a salvo alguna teoría que me lleve a ordenar esta cadena de actos que, finalmente, acabarán conformando mi vida.

En definitiva, yo, con este texto, solo quería entregarme a mí misma un post-it de esos de color rosita y con forma redondeada en el que estuviera escrita una frase:

NO SABES NADA

Porque esas tres palabras son mi verdad y es la única verdad que, verdaderamente, conozco.

¡Qué lástima no haberme encontrado a Sócrates esta tarde en el estruendoso centro comercial al que decidí ir para comprarme una triste camiseta! Seguro que, juntos, nos hubiéramos dado la mano y hubiéramos salido de aquel lugar para ir a sentarnos cerca del caudal de un río. Allí donde cantan los pajaritos y se escucha pasar la tarde. Callados. Calmados.

Tranquilos.

Captura de pantalla 2015-11-10 a la(s) 19.05.26

Sócrates y yo saliendo del centro comercial y de camino hacia el río. Todavía se oye la voz del gentío.

ESTÍMULOS

Lo encontré”- me dije. “¡Esto es!”- pensé. Sí, me convencía a mí misma de que aquello era exactamente lo que andaba buscando.

¿Estás segura?”- me respondías. “¿Qué necesidad tienes de corroborarte a ti misma que has encontrado aquello que creías estar buscando?”.

No lo sé” – te respondí. “Quizás sea esta avalancha de cambios que le hacen a una buscar desesperadamente algo estable y fructuoso”.

“Algo estable y fructuoso…”– repetiste mientras fruncías un poco el ceño como intentando entender a qué me estaba refiriendo. “¿Te refieres a que quieres encontrar algo calmado, pausado a la vez que rítmico, repetitivo, cíclico y predecible?”.

“Sí, ¡exactamente! Y, además, quiero que, dentro de su calmada y estable continuidad, dé frutos y sea algo beneficioso”.

“Voy entendiendo…”.

“Quiero observarlo, cuidarlo, quererlo tanto como amarlo… sustentarlo con mi confianza, atesorarlo…”- mi corazón se iba abriendo mientras mencionaba estas palabras.

“Lo que quieres es llorar. Lo que quieres es gritar. Lo que quieres es bañarte en un mar de lágrimas y, de alguna manera, salir de ahí liberada”.

“Puede ser…”- respondí.

“Sí, lo que quieres es expresarte, comunicarte, sentir lo que llevas dentro. Lo que necesitas es relajarte, dejarte vivir entre las dudas que te atormentan. Dejarte ser exactamente cómo eres… Ya te lo he dicho más de una vez, no saber nada acerca de la nada es humano y natural”.

“¿Y por qué me empeño en entender cada posible misterio?”– pregunté.

“Eres avispada, astuta, una persona llena de vida y ansiedad”. 

“¿Qué es la ansiedad?”.

“La ansiedad es aquello que uno siente cuando busca desesperadamente algo”.

“¿Te refieres a esa sensación que uno tiene cuando cree que hay algo escondido en algún lugar y cree que tiene que encontrarlo, poseerlo, exprimirlo y atraparlo?”.

“¡Exacto! La ansiedad es aquella sensación que sienten las personas que creen que les falta algo. Es cómo si  fueras un conejo al que le esconden constantemente una zanahoria. Siempre alerta buscando un tesoro que, potencialmente, un día vas a encontrar”.

“No sé… Me dejas pensativa…”.

Se hizo un silencio.

“El conejo quiere la zanahoria”- repliqué retomando la conversación.

“Si…” 

“Es natural” – continué.

“¿Por qué?”

“Bueno… la zanahoria es de color naranja, apetecible, …”

Empecé a sentir furia dentro de mí.

“¡El conejo ha sido programado para buscar zanahorias!”– dije algo cabreada.

“Eso no es verdad”- recibí como respuesta. “El conejo está tan alterado que necesita ir en busca de la zanahoria… Y lo que tienes que pensar es qué ha podido ocurrir para que el conejo no pueda dejar de intentar cazar estímulos externos; qué le habrá pasado al conejo para que su lugar actual siempre le empuje y le expulse hacia otro lugar nuevo”.

 

“Inconformismo”– se oyó de una voz que venía de ningún sitio.

 

“Desesperanza”- se escuchó otra voz.

 

“              V  A  C  Í  O            ”

                                            respondí yo

Érase una vez, tu vida personal

Érase una vez,…

…en un hospital de color blanco en el que trabajaban médicos con batas azules, nació una niña más guapa que las amapolas. Su piel era blanca y suave y su llanto era el más puro grito de la naturaleza. Sus ojos, aunque abiertos, no le dejaban ver los paisajes externos. Sus oídos, aunque presentes, tampoco recibían las señales que llegaban de fuera. Así, esta niña bella, natural y salvaje, alejada de todo impacto exterior, decidió el día de su nacimiento tomar otro camino: el camino interno.

Los días y los años pasaban y, aparentemente, su vida iba tomando forma en la vida social y exterior. Fue a la escuela, a clases particulares de inglés y a jugar al parque. Sin embargo, aunque físicamente presente, Ardnas, como ella se llamaba, estaba completamente perdida rebuscando los caminos que iba encontrando en su interior.

Hizo muchos amigos, todos internos. Visitó muchos lugares, todos personales. Y, aunque también recorrió el mundo físico haciendo viajes familiares en la avioneta de papá, no había nada que la cautivara más que los entresijos que hallaba dentro de su cabeza, cuerpo y corazón.

La vida parecía pasar para todos. La gente se hacía mayor, su cuerpo también evolucionaba y su doble vida interna-externa, no parecía suponer ningún problema para ella ni para nadie.

Sin embargo, el día llegó en que un viejo y oscuro monstruo recogió y se llevó todo aquello que Ardnas utilizaba para meterse en su interior. Se llevó todos sus libros, sus muñecas, sus juguetes, sus lápices y cuadernos, sus diarios y todos los aparatos de música que encontró. Se llevó también su flauta e, incluso, convenció a todos los amigos imaginarios para que dejaran sola a Ardnas y se fueran con él.

¡Esto no podía ser posible! ¡Ardnas se encontraba sola en su interior! ¡Ya no había nadie a quién llamar! Ni siquiera podía cautivar con la melodía de su flauta a sus viejas amigas interiores que llegaban siempre veloces como si de tropas celestiales se trataran.

Ardnas sentía que no tenía opción, la vida que le esperaba era una eterna soledad en medio de la oscuridad. Una eterna soledad que sería para siempre, pues ella sabía que el interior nunca moría.

Invadida por su propio llanto, un día enloqueció. El sonido de sus propios sollozos comenzaron a crear ecos que se multiplicaban en la inmensidad de su mundo interior. Sus lágrimas comenzaron a formar un charco tan profundo que acabó cubriendo el cuerpo de Ardnas al completo.

Bajo aquellas aguas de lágrimas, los ojos de la que ya parecía ser una inerte y bella criatura, volvieron a abrirse. Ardnas vio colores que nunca antes había visto e, incluso, se hizo consciente de su propio cuerpo al verlo con sus propios ojos. De hecho, se dio cuenta que podía mover sus brazos y sus piernas. “¿Qué será esto que tengo? ¿Es esto mi cuerpo? ¿Qué será esto que veo? ¿Será esto el mundo externo?”- se preguntaba.

De pronto, se dio cuenta que no podía respirar. Sus pulmones, pertenecientes a un cuerpo de carne y hueso, necesitaban aire y… ¡ella se encontraba debajo del agua!

Entre rocas y plantas acuáticas, verdes y mucosas, vio una puerta en el fondo de aquel mar. La puerta, aunque robusta y fuerte, parecía vieja y algo roída por el tiempo. Sin embargo, el pomo de aquella puerta estaba como nuevo y se encontraba bañado en un color dorado completamente llamativo. Atraída por aquel brillo que encandilaba a sus ojos, nadó rápido hasta alcanzar el fondo. Agarró el pomo y tiró hacia sí misma, pero la puerta no abría.

De repente, entendió que si quería salir al mundo exterior, el movimiento tenía que ser hacia fuera y no hacia dentro, necesitaba hacer un movimiento hacia el exterior. Necesitaba apostar por lo que había fuera.

¡Menudo acto de humildad! Todo lo que antes había rechazado se encontraba al paso de cruzar aquella puerta. ¿Sería Ardnas capaz de cruzar aquella supuesta brecha entre su mundo interior y lo que podía esperarle fuera? ¿Sería capaz Ardnas de agradecer y reconocer lo que un día ya existía fuera de ella?

La respiración se acortaba, la vida se le iba y no se decidía a agarrar el pomo y empujar hacia fuera. ¿Moriría o encontraría la forma de volver a aquella vida no vivida?

Un cangrejo rojo llegó y se posó justo al lado de la rendija inferior de la puerta. Ardnas, vio, entonces, que por debajo de la puerta llegaba una luz que conseguía iluminar a aquel cangrejo.

El gesto de la cara de Ardnas se suavizó y una sensación de relajación invadió su cuerpo. “Salir, no debe ser tan difícil”- pensó Ardnas, sintiéndose preparada para tal aventura.

Y, sin a penas darse cuenta, tras aquella maravillosa reflexión, Sandra, como ahora se llamaba, estaba saliendo. Salía de aquel cuerpo acuoso en el que había estado viviendo, salía del útero materno.

Unos médicos de batas azules, en un hospital de color blanco, la sacaron del cuerpo de su madre. Y, rodeada por personas que cantaban y aplaudían felices por su llegada, Sandra pudo ver con sus propios ojos a aquella gente llena de gozo por su presencia, escuchar con sus propios oídos la viveza de todas aquellas canciones que le cantaban y sentir en su propio cuerpo el calor humano de todos aquellos que la abrazaban.

Nunca más se separó de su cuerpo, ni quiso tapar sus oídos ni cerrar sus ojos. Sandra vivió llena de cariño, recibió todo aquello que la vida le había preparado y compartió con los demás lo que el amor en la presencia le había enseñado.”

He realizado este cuento a raíz de una práctica que se nos pedía hacer a los alumnos de un curso de educación transpersonal que ahora mismo estoy realizando. Si te ha gustado, te invito a ti a hacer lo mismo. Solo se trata de coger un papel y un bolígrafo, escribir las palabras “Érase una vez…” y conectar contigo mismo y con lo que el corazón te esté dictando. Si te dejas llevar por tu imaginación y por el gusto de no saber qué va a pasar en la historia, dejarás que tu inconsciente te de muchas pistas acerca de lo que es tu vida y lo que puede llegar a ser.