Hay veces que cuesta reconocer que algo te duele, te pica, te escuece, te molesta. Haces como si nada, te soplas un poquito la herida disimuladamente e intentas mirar hacia otros lugares que parezcan ser más interesantes y tengan un contenido algo más seductor, llamativo o tranquilizador.
Pero no funciona.
Respiras y continúas fingiendo que no ocurre nada. Sacas tu mejor voz, te retiras el pelo de la cara con un gesto suave y de dulzura, estiras un poco las piernas, pones la espalda algo más recta; y sonríes.
Pero no funciona.
Entonces enciendes la televisión, el móvil o cualquier otro aparato electrónico que tenga algo de LUZ, vida y movimiento. Y te dejas llevar. Te dejas llevar por las imágenes, por las letras que han sido conformadas desde un teclado, por escritos insulsos y noticias que carecen de sentido y significado en tu propia vida.
Y ya parece que funciona.
Aquella herida que se grabó en la retina de tus ojos comienza a ser algo etéreo y desterrado. El dolor, picor, escozor y la molestia que sentías parecen no percibirse demasiado.
Y así estamos: medio dormidos, medio drogados. Evitando sentir algo. Dejando pasar el tiempo, queriendo sortear el hecho de sabernos esclavos de las heridas del pasado.