Fue en el año 2010 cuando hice mi primer viaje de mochilera. Mi amiga Diane y yo nos fuimos diez días a recorrer el norte de Vietnam. Yo acababa de dejar ese mismo día mi trabajo en Madrid y, teniendo en cuenta que era muy probable que volviera a vivir de nuevo en mi pequeña ciudad –Elche-, me pareció una buena idea irme a hacer un corto, loco e improvisado viaje a modo de transición con una de mis mejores amigas.
Hasta entonces, yo había viajado mucho. Sin embargo, casi siempre habían sido viajes familiares bastante estructurados o viajes de visitas a amigos europeos en diferentes ciudades de occidente. Yo, una mochila y el mundo por recorrer, no habían entrado antes en mi filosofía de vida.
Digamos que aquel viaje me fascinó. Mi amiga y yo fluimos y descubrimos rincones maravillosos de esos que no se encuentran en las guías. Y sí, desde aquel viaje, entendí que la libertad que una puede sentir tan solo con unas buenas botas en los pies y unos cuantos trastos básicos colgados en la espalda, ¡es INMENSA!
Cuando al año de estar trabajando en Elche me di cuenta que la vida en una oficina no era para mí; la mochila resurgió de entre los buenos recuerdos que guardaba en mi mente. Y, desde que me la volví a cargar en la espalda, ella pasa más tiempo conmigo que cualquier otra persona que se haya cruzado por mi vida últimamente.
Llevo, ahora mismo, dos años y medio viajando de seguido. He hecho parones de algunos meses en España pero me he movido muchísimo. He pasado unos seis meses en Estados Unidos, ocho meses en India, un mes en Nepal… más algún otro viaje esporádico que he ido haciendo por aquí por Europa.
En diez días vuelvo a coger la mochila y me vuelvo a marchar. Y, ¿qué puedo decir al respecto? Sí, estoy EMOCIONADA. Estoy ilusionada y contenta porque tengo muchísimas ganas de aterrizar en mi último destino, India, y volver a reencontrarme con todo lo de allí. Pero estoy CANSADA. Estoy cansada de moverme. Estoy extasiada y agotada. Tengo una necesidad imperiosa de levantarme cada mañana en el mismo lugar y saber qué me va a esperar a lo largo del día. Echo de menos algo de rutina, echo de menos algún proyecto en el que invertir toda mi pasión, quiero cosas que duren y que no se esfumen al cuarto día o al noveno mes…
El otro día mencionaba en mi página de facebook que me siento como una fresca rosa en su punto máximo de belleza y esplendor, desprendiendo una fragancia maravillosa y temiendo el cercano momento de que alguien me pode y me saque de mi lugar. Y sí, eso es lo que temo y a la vez deseo, que alguien o que la vida misma aprecien mi belleza y mi poder, me saquen de mi origen natural y me lleven al jarrón más hermoso y visible que exista. Sé que las rosas cortadas viven poco pero plantadas en su tierra tampoco es que duren mucho más. Y yo, agradeciéndole a mis orígenes, siento que a todo lo recibido le quiero dar alguna utilidad. Así como las rosas prefieren vivir expuestas y ofrecerles al mundo toda su belleza y potencial, yo quiero hacer lo mismo.
Ya he crecido, ya he madurado. Mi esencia se hace viva e, incluso, moldeable para poder darle forma. Y es por eso por lo que me siento preparada. Preparada para la vida, para el amor, para los días de lluvia, para los días de bonanza. Preparada para la entrega. Preparada para el SACRO-OFICIO de vivirme plena y compartir dicha plenitud con todos vosotros y con todos los demás.